lunes, 8 de noviembre de 2010

El día más hermoso. (1)

   Queridos Amigos cantores, me voy a permitir la licencia de colgar un escrito muy especial para mí, pero que considero muy importante para vosotros, ya que en él reflejo la muchísima vida que tenía un pedacito de nuestro pueblo. Como quiera que el escrito es largo, os lo voy a colgar durante tres días, lunes, martes y miércoles, para que no se os haga denso. Deseo de todo corazón que os guste, y que despierte lo mejor que hay en vosotros.
   Era un día increíblemente hermoso. Bajo un cielo infinitamente azul, cientos de ruidosos vencejos sobrevolaban acrobáticamente los tejados de las casas adyacentes a la Real Parroquia de Santa Cruz, mientras un batallón de niños desarrapados jugaba al punto en sus paredes laterales, causando aún muchísimo más estrépito que ellos.
   A pocos metros de allí, en las inmediaciones de la Plaza de La Estrella, cantidades ingentes de najerinos y moradores de los pueblos vecinos se disponían a llevar felizmente a cabo sus diferentes cometidos.
   Los operarios de Coloniales Preciado, no paraban de llenar botellas de aceite de los bidones de doscientos litros que para tal menester tenían allí almacenados; de pesar en bolsas de papel marrón, azúcar, caparrones, alubias, lentejas y garbanzos, de los que guardaban en grandes sacos de cuerda hábilmente amontonados; de despachar galletas, chocolate, latas de sardinas, chicharro y soldados; de trocear con un gigantesco cuchillo exquisito bacalao seco y, en suma, de servir amable y eficazmente todo aquello que les pidieran sus devotos parroquianos.
   En el Bar Royalty, los padres y hermanos del entrañable “chamaco”, servían sin cesar humeantes y aromáticos cafés, solos, con leche, cortados y descafeinados, además de sabrosísimos cucuruchos de artesanal helado.
   Los guarnicioneros, José Barquín y Manuel Hidalgo, cosían febrilmente alforjas, cinchas, albardas y demás útiles del ganado, mientras el señor Luís “el herrador”, se encargaba de ponerles a los brutos nuevos los zapatos.
   El señor Matías, y Miguel Ángel Yécora, cortaban el pelo y ponían inyecciones respectivamente, en un pequeño habitáculo.
   Del Hotel Campana salían, de cuando en cuando, viajantes que la noche anterior habían pernoctado allí, para visitar las diferentes tiendas, comercios y mercados, perfectamente trajeados y repeinados, y con dos grandes maletas en las manos.