jueves, 16 de diciembre de 2010

Qué difícil es hacer el amor.

   Así dice la canción de hace unos veranos, pero si difícil es hacerlo en un “Sinca Mil”, para los humanos, mucho más difícil es hacerlo en un lugar poblado, para dos nogales enamorados.
   Cuando yo era niño, recuerdo (si lo lee mi hija me mata) que cuando veíamos a dos perros pegados (de mayores decíamos que era la grúa llevándose a un coche mal aparcado) algunos les daban ahí con palos, pero es que ahora, para que no se fundan en uno, una noguera y un nogal, bajo la atenta mirada de una falsa flecha del Camino de Santiago, les clavan el palo. ¡Se necesita ser malos!

El viático.

   En mi niñez, cuando un najerino se encontraba muy enfermo, no sé bien si por mandato de los familiares o de la iglesia, era visitado por un cura y dos monaguillos para darle el viático o la extremaunción, como vosotros queráis, cantores míos, que no era otra cosa que rezarle unos padrenuestros y bendecirlo con agua bendita al son de una campanilla, para que cuando la parca viniera a por él, lo encontrara limpio de todos los pecados que en vida hubiera podido cometer, y los serafines lo condujeran directamente al Cielo, a sentarse a la derecha de Dios Padre, tal y como nos indicaba el catecismo.
   En el recorrido desde la iglesia hasta el domicilio del enfermo, todo el que se tropezaba con nosotros se postraba reverencialmente, al tiempo que se santiguaba. Y digo “nosotros”, porque yo he asistido a muchos viáticos a pesar de que ahora mismo, a la hora de teclear estas líneas, no cese de preguntarme cómo coño era posible que yo estuviera en misa y en la procesión al mismo tiempo. Es decir, que el viático, en muchísimos de los casos se daba en horas de colegio, por lo que me resulta dificilísimo comprender mi asistencia a ellos. (Alguna "picia" he hecho, pero tantas…)
   Al margen de esta interrogante, recuerdo que en una ocasión, estando enfermo mi abuelo “Morgón”, a Paraguayín y a mí no se nos ocurrió mejor cosa para matar el rato que ir a su casa a darle el viático. Cuando llegamos a ella con todo el material litúrgico bien escondido, le dijimos a mi abuela Sofía que íbamos a visitar al abuelo, por lo que ella, tras besarnos con ternura, se desentendió de nosotros y siguió a lo suyo en la cocina. Al observar que tardábamos, se dirigió a la habitación y se quedó totalmente lívida al sorprendernos a los dos arrodillados, uno a cada lado de la cama, con dos grandes velas encendidas, las estolas en el cuello y el misal y la campanilla en las manos, dándole el viático a su marido, como si antes de que muriera, ya quisiéramos enterrárselo.
   La reacción primera de mi abuela fue la de gritarnos con gesto severo, pero casi al instante, riéndose disimuladamente (parece que la estoy viendo con aquella preciosa cabellera blanca como la nieve, moviéndose de arriba abajo, mientras su dulce barbillita bailaba en su linda cara rítmicamente), nos despachó a los dos de la habitación y nos sirvió un caldito calentito en la cocina, para agradecernos nuestra buena intención, pues, al fin y al cabo, fue eso lo que nos movió a llevar a cabo semejante acción: la noble intención de que mi abuelo muriera en la gracia de Dios.
Recogido de mi libro “Recuerdos de infancia”.