lunes, 28 de mayo de 2012

Escrito en el Windy.

El Windy Bar, en sus inicios.

                                                       "A mi querido Amigo Félix, in memoriam". 

    Había entrado en casa silenciosamente y, una vez hubo cogido el gigantesco trozo de pan y las dos onzas de chocolate “Zahor” que cada tarde se metía entre pecho y espalda, bajó las escaleras de tres en tres, antes de que su madre del alma, Celina, se enterara de su llegada y le mandara, como cada día, a por un cesto de ricillo para cargar la cocina, a los talleres de carpintería que en la antigua Iglesia de San Miguel tenían Servando Pérez e Isidro Guevara, junto al de tallas de Angel Nalda. Se había entretenido mucho jugando al “pañuelo” en el Paseo, al salir de la escuela, y si no volaba podría perderse la llegada de los extraños personajes que cada tarde acudían al Windy, desde que este bar abriera sus puertas en la Calle Cuatro Cantones, allá por los años sesenta.
   Eusebio se sentía tan atraído por las melenas y los pantalones vaqueros desteñidos con lejía que camareros y clientes llevaban, que, en lugar de irse, como siempre hiciera, a la Plaza de España a jugar con sus amigos al “marro, al “encuentro”, al “maríasuberén” al “tres navíos en el mar”, al “burro”, a la “soga” o a la “ía”, permanecía horas enteras tras la puerta del bar, observando embebido lo que dentro de él ocurría.
   Al contrario que el resto de los bares que existían en la ciudad, el Windy tenía una decoración inglesa, compuesta de grandes botelleros de madera noble negra, con vidrieras de cristalería fina, recubiertos de moqueta roja, y una larguísima barra de cinc, con una especie de escupidera, que venía de perlas para que los clientes apoyaran las piernas. Y sus camareros, y dueños por añadidura, Félix, Leandro, Chogo y María Jesús, servían con esmoquin los cafés, los cubatas y las cervezas frías, que la variadísima fauna que a él acudía consumía. Allí podían verse jóvenes trajeados, desarrapados, hippies, travestidos y mujeres cojonudas.
   Mientras la gente “normal” corría por las callejuelas del pueblo en pantalón corto y con el pelo rapado, dándole palos sin cesar a una rueda de bicicleta o motocicleta; a un asa de cesto; a una tapa de bidón de cartón o cualesquier otro objeto circular que sirviera de “aro”, o clavaba con furia la lima en el suelo de tierra de las plazoletas, para pasarse las seis casillas del juego del “hinque” sin hacer “mala” y hacerse “reguleta”, en la sinfonola que había en la entrada del bar, a mano derecha, Ramón, Isacín, Fredi, Rafa, Carmelo, Felipe, Jesús, Antonio y compañía, metían pesetillas rubias a punta de pala, para escuchar hasta la extenuación los discos de Simón y Garfunkel, Los Rolling Stones, Los Beatles, Ray Charles, Aretha Franklin, Louis Armstrong, Otis Reding, Roberta Flack y todas las estrellas extranjeras (principalmente inglesas) que en aquella época existían, mientras consumían tabaco rubio americano y cubatas, apoyados sobre una pierna en la pared lateral de la izquierda, con las chicas de Logroño, Cenicero, Haro, Santo Domingo, Miranda y Vitoria, que, con generosas minifaldas y preciosas piernas, a la llamada del anuncio de la radio: “Windy Bar, el lugar de reunión de la juventud”, allí acudían. Aunque, a decir verdad, entre los chicos de la edad de Eusebio, existía la firme creencia de que el verdadero motivo de que aquellas beldades acudieran al bar, era el de intentar ligarse a Ramón “corruscos” y a Isacín “el tipo”, que eran los verdaderos artistas, no sólo del bar, sino de toda la ciudad.
   En vacaciones de Semana Santa, Verano y Navidad, todos los “hijos de papá” que estudiaban fuera de la ciudad: los Manzanares, los Guineas, los Cordones, los Inneraritis, los Ochoas... acudían al Windy en tropel, a deletrear en voz alta las palabras más raras que durante el curso habían encontrado en el Diccionario, para apabullar con ellas al personal que, poco a poco, y sin que nadie se percatara de ello, había dejado de vestir pantalones cortos y de llevar el pelo al cero, e iba sumándose, vaqueros en ristre y melenas al viento, a la revolución silenciosa que se estaba gestando en el bar.
   En un abrir y cerrar de ojos, Eusebio se percató de que, además de que no tenía que ir ya a por viruta o serrín a las carpinterías, porque habían irrumpido en todos los hogares de la ciudad las flamantes y extraplanas cocinas de butano, al Windy ya no acudían solamente los dandys y los burgueses, tal y como había sido costumbre, sino que, por alguna caprichosa razón, una extraña mezcolanza de licenciados, analfabetos, patrones, obreros, comerciantes, empleados, reaccionarios, revolucionarios, trabajadores y desocupados, incluido él, convivía pacífica y armónicamente en el bar, como si nada hubiera ocurrido nunca entre ellos ni sus familiares. Como si nunca hubieran existido en su pueblo “los hijos de Don Fulano” y “los hijos del pobre Zutano”. Como si nunca hubiese habido irreconciliables diferencias entre las distintas clases sociales.
   Y fue así como, para disgusto de muchos padres de la clase dominante, sin balas ni bombas; sin muertos ni heridos; sin presos ni exiliados políticos; sin huelgas ni manifestaciones; sin perseguidos ni proscritos, al compás de melódicas sinfonías y desgarradoras canciones, y al calor de mujeres tremendamente hermosas y provocativas, se escribió en el Windy Bar unas de las páginas más importantes y hermosas de la reciente historia del pueblo de Eusebio. Un pueblo que no ha mucho, pertenecía a la España profunda, y hoy es de lo más vanguardista.