lunes, 9 de marzo de 2015

ESCENAS POLÍTICAS IMAGINARIAS (O QUIZÁ NO TANTO) (6B)


El cardenal Martínez Somalo no es de este tiempo ni de esta Iglesia. Él pertenece a otra época y fue educado en otros valores. En sus primeros años de seminarista quien ocupaba la Sede de Pedro era Pío XI, un pontífice anclado en el Antiguo Régimen y en los flecos del Concilio Vaticano I, aquel que en 1870 proclamó urbi et orbi la infalibilidad papal (y antes de eso Pío IX el dogma de la Inmaculada Concepción de María, en 1854). Su sucesor, Pío XII, siguió la estela ortodoxa de la Iglesia dogmática y altanera que hundía sus raíces en la Edad Media: la Iglesia de Gregorio VII enredado en la lucha de las investiduras contra el emperador alemán Enrique IV; la de Clemente V liquidador de la orden de los templarios; la de Inocencio III envuelto en la sanguinaria cruzada contra los cátaros y albigenses que amenazaban con quebrar heréticamente la unidad doctrinal del cristianismo; la de Inocencio VIII, autor de la bula Summis desiderantes affectibus que prologaba el terrible Malleus maleficarum, catálogo sobre las brujas elaborado por los dominicos e inquisidores alemanes Heinrich Kramer y Jacob Sprenger. La Iglesia que condenó a la hoguera a Giordano Bruno y obligó a desdecirse a Galileo haciéndole confesar que no era la tierra la que giraba alrededor del sol sino al revés, como se había dicho siempre y como afirmaban los teólogos católicos. La Iglesia de la Contrarreforma tridentina que seguía traficando con indulgencias, creía firmemente en los santos milagreros, en el Papa como monarca absoluto y en la literalidad de la Biblia. Esa Iglesia amante del boato y de las liturgias coreografiadas hasta el más mínimo detalle, repleta de cardenales orondos que llevaban una vida regalada y practicaban conductas a menudo reprobables, muchos de los cuales ni siquiera creían en la existencia de Dios. La Iglesia Católica, Apostólica y Romana que se sentía depositaria única de la verdad y seguía celebrando la misa en latín y de espaldas a los fieles. 
            Luego sucedió algo inesperado y vinieron Juan XXIII y el Concilio Vaticano II, y la Iglesia bajó de su apolillado pedestal, abandonó el latín y las liturgias barrocas y se puso a orar en las diferentes lenguas vernáculas. Ya con Pablo VI hizo acto de presencia la Teología de la Liberación, siguió el viraje hacia el Tercer Mundo y hubo gestos de apertura y aproximación hacia quienes habían sido enemigos irreconciliables de la Iglesia. O sea, todo lo que disgustaba a Martínez Somalo y le hacía añorar los tiempos preconciliares, con el pontífice subido a la silla gestatoria y paseado a hombros por el interior de la basílica de San Pedro mientras los fieles lo contemplaban extasiados. Hasta que de la martirizada Polonia surgió Karol Wojtyla, Juan Pablo II, el atleta de Dios, que enarboló la enseña anticomunista y se exhibió por todo el mundo como una estrella del rock, llenando estadios, provocando el delirio de las multitudes y nombrando cardenal a don Eduardo, que se sintió en perfecta sintonía con un hombre que, bajo la tiara pontificia, escondía a un involucionista tenaz que llegó a identificar el tercer secreto de Fátima con su propio intento de asesinato.
            Martínez Somalo y Pedro Sanz llevan más de veinte minutos sentados en la salita de la vivienda familiar del primero, pero la charla no termina de arrancar. Su eminencia se muestra en esta ocasión algo espeso y descentrado. Hace unos momentos se ha levantado de la silla y ha abierto el paquete que le había entregado el presidente antes de entrar. Monseñor inspecciona su contenido.
- El guardián de la flor de loto, de Andrés Pascual. El haiku de las palabras perdidas, también de Andrés Pascual.
Monseñor, que ha leído las dos dedicatorias, le pregunta al presidente:
 - ¿Quién es Andrés Pascual?      
Pedro Sanz carraspea y se extiende en explicaciones sobre el novelista. Lo hace con el mismo entusiasmo con que eleva a los altares, si la ocasión lo requiere, al gran guitarrista Pablo Sainz Villegas, a Diego Iturriaga, de la editorial Siníndice, o a los García Turza, historiadores oficiales del sanzismo. O sea, a todos aquellos a los que el presidente cataloga como adictos a su causa y acríticos seguidores de sus manejos, entre ellos la mayor parte de los que meten la cuchara en el guiso que cocina trimestralmente la revista Belezos. A esos, y a algunos más, los arropa el presidente a través de su delegado áulico Emilio del Río. Todos haciendo piña bajo el paraguas protector del PP, antes de acudir al pesebre donde serán premiados, si se tercia, con alguna beca, una invitación a dar unos cursos de lo que sea, cualquier bagatela lustrosa, chuchería o subvención ad hoc.  
 - ¡Y que nos dure el chollo muchos años!  -se dicen ellos para sí.  

Sempronio Graco                                                                      Continuará