lunes, 6 de abril de 2015

ESCENAS POLÍTICAS IMAGINARIAS (O QUIZÁ NO TANTO) (6F)



Martínez Somalo contempla al presidente Sanz de arriba a abajo con una mirada severa en la que asoma también cierta conmiseración. Lo ve de pronto descorbatado, sudoroso y tambaleante, y siente que la persona que tiene ante él es sólo un pobre hombre atrapado en la concupiscencia del poder y en el deseo irrefrenable de dominación de sus semejantes. Pero sabe también que un gallo que cacarea tanto se merece un buen coscorrón en la cresta y que alguien le lime los espolones.
- Hijo mío -le dice-, siéntese y atienda mis palabras. Mire, por el poder que me ha sido conferido de lo Alto yo puedo perdonarle a usted sus pecados, pero antes debería mostrar un poco de arrepentimiento, ¿no le parece? Dolor de atrición y de contrición. ¿No le enseñaron esos conceptos en la escuela, o en la catequesis de Igea, cuando se preparaba para la primera comunión?
            Pedro Sanz nota que está siendo doblegado por la facundia incontrolada del eclesiástico de Baños, que ahora se mantiene de pie frente él.
             - Algo me quiere sonar, sí.
            - ¡Ay, Pedro, Pedro! En verdad que tú eres Pedro y sobre la piedra de tu soberbia tropiezas cada día en el desempeño de tu cargo -Martínez Somalo es consciente de que está ganando la batalla y, sin darse cuenta, abandona el usted y pasa a tutear al presidente-. No lo olvides, hijo mío: quien se ensalza será humillado, y quien se humilla será ensalzado. Son palabras del propio Cristo. ¿Eso también te suena?
            El presidente Sanz asiente  con  una  sonrisa  meliflua.
             - También, je, je, también. Sí, sí, sí.
            El cardenal se gira hasta ponerse de espaldas a su invitado, mientras coge con las dos manos el crucifijo de oro que pende de su cuello y se lo pone a la altura de los ojos. Luego pronuncia algunas palabras, pero en voz baja, como si estuviera murmurando una oración para sí.
            - Perdónale, Señor, porque no sabe lo que hace… Todos los males actuales provienen de la ignorancia de nuestros gobernantes y de su abandono de la senda edificante de nuestra religión. ¡Ay, Señor! ¿Qué podemos hacer nosotros, tus pastores, si nos las tenemos que ver cada día con esta recua  de acémilas?
            Pedro Sanz ha captado perfectamente las palabras del cardenal.
- Hombre, don Eduardo, tampoco se ponga usted así por un quítame de ahí esas pajas…
Martínez Somalo se revuelve como una centella.
            - Chsssssss. ¡Silencio, pecador! Cuando el representante de cualquier poder temporal tiene ante sí a quien encarna el poder espiritual proveniente del mismo Dios  debe humillarse y callar ante él.
            Pedro Sanz siente definitivamente que está siendo vapuleado por su eminencia y opta por mostrarse lo más dócil que le permiten las circunstancias.
            - Bueno, bueno, no nos pongamos a discutir ahora. Ya me callo.
            Pero el cardenal ruge autoritario:
            - ¡Arrodíllate ante Nos!
            Pedro Sanz, que nota cómo todo le da vueltas a causa del maldito pacharán, no se ve con resuello suficiente para oponer resistencia y se arrodilla ante el cardenal con gesto compungido y exhibiendo la mansedumbre de un cordero. Martínez Somalo acaba de revelar un rostro que el presidente Sanz desconocía hasta entonces: el rostro furioso de un Moisés iracundo que desciende del Sinaí y rompe las Tablas de la Ley cuando encuentra a los israelitas entregados a la adoración del becerro del oro. El de Igea lo interpreta así y se siente un poco apabullado y temeroso de la cólera cardenalicia. Por eso, para que la estampa sea más convincente y pueda conmover a don Eduardo en lo más hondo, Pedro Sanz decide juntar las manos en actitud orante y doblar la testuz como un morlaco a punto de recibir el acero  de manos de su matador.
            «Así me gusta, que el presidente de La Rioja agache las orejas ante el poder que me ha sido conferido por Quien todo lo ve y todo puede», se recrea el cardenal en la fuerza de su autoridad. Luego, abandonando momentáneamente el tuteo y marcando distancias con la recuperación del usted, dice:
            - Hay que desprenderse de esa soberbia que está siendo su perdición, hijo mío. Y ahora, con la mayor entrega y el más sincero recogimiento, repita conmigo: «Yo, pecador, confieso ante Dios Todopoderoso que he pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión. Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa…»
            Pedro Sanz, que debe hacer más de un cuarto de siglo que no se pone a rezar en serio, va a remolque del cardenal y le sigue un poco atropelladamente repitiendo una oración cuya letra y su significado olvidó hace tiempo. El mismo que ha transcurrido desde que se asomó a la política y se encaramó en sus altos andamios, allí donde el poder provoca un poderoso vértigo que se transforma en un agradable cosquilleo que se siente directamente en la entrepierna.
            Cuando terminan de rezar, Martínez Somalo apoya su mano sobre la cabeza del presidente y permanece así unos instantes. «Continúe de rodillas -le dice-, y mientras tanto vaya desmenuzando despacito el Señor mío, Jesucristo». Después sale de la habitación y regresa un par de minutos más tarde trayendo consigo una ristra de chorizo envasada al vacío y tres estampas de santos. Tras depositarlo todo sobre la mesa, cierra los ojos y a continuación bendice el embutido, ante la mirada atónita del presidente Sanz.
            - Esto es un remedio casero de mi propia cosecha contra el engreimiento de algunos políticos -proclama Martínez Somalo muy ufano-. Usted corta en finas rodajas este chorizo y cada mañana se toma una de ellas en ayunas, al tiempo que reza muy concentrado el Yo pecador y lee en voz alta las jaculatorias que aparecen escritas en el reverso de estas tres estampas, que corresponden a tres santos de mi mayor devoción: Santa Rita de Casia, San Nicodemo de Alejandría y San Antonio de Padua. De aquí a tres meses le entrarán ganas de abandonar la política y profesar como monje cartujo, pero usted debe perseverar y seguir empuñando con fuerza el timón de la nave riojana en su singladura hacia los límpidos horizontes que nos aguardan. ¿Le ha quedado claro?
            - Muy claro, sí.
            - Y estoy por decirle que si en este tiempo fallece usted, Dios no lo quiera,  irá como un tiro derechito hasta el cielo, sin pasar por el purgatorio. Vamos, que este chorizo de Baños bendecido por mí le proporcionará a usted la indulgencia plenaria. Fijo.
            Pedro Sanz interpreta las últimas palabras de Martínez Somalo como una prueba irrefutable del deterioro mental que su anfitrión manifiesta a veces, así que decide seguirle la corriente para evitar su enfado.
            - No sabe usted, eminencia, el peso que me quita de encima. ¿Y puede garantizarme también que allá en el cielo ocuparé una de las filas que estén más próximas al Padre Eterno?
            - No, eso no. En todo caso, dependerá de la sinceridad de su arrepentimiento.
            - Pierda cuidado, don Eduardo, que yo pienso arrepentirme mucho. Todo lo que pueda. No va a haber nadie que se arrepienta más que yo de su chulería y su arrogancia. De aquí a nada eso será cosa del pasado.
            - Bueno, bueno. Eso ya lo veré yo el año que viene por estas mismas fechas… Y ahora, hijo mío, si no le importa, quisiera retirarme a descansar. Ya sabe usted que yo en Roma me acuesto lo más tardar a las ocho. Lo vengo practicando así desde hace más de cuarenta años. Me gusta madrugar para celebrar misa y empezar el día con buen pie. Ya sabe: al que madruga Dios le ayuda.
            - Sí, claro. Y no por mucho madrugar amanece más temprano.
            - Pero hombre, ¿y eso qué tiene que ver con lo que he dicho  yo?
            - Nada, nada. ¡Perdón!
            - En fin. Mire, usted siéntese aquí conmigo un instante y acompáñeme en el rezo de mis oraciones. Son las que repito cada noche desde que era niño, las que más me agradan. Diga conmigo: «Cuatro esquinitas tiene mi cama y cuatro angelitos que me la guardan. Ángel de mi guarda, dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día ni en la hora de mi muerte. Amén».
            Martínez Somalo se levanta y aguarda a que el presidente Sanz se ajuste el nudo de la corbata, se baje las mangas de la camisa y se ponga la chaqueta. Luego saca una bolsa de plástico de uno de los cajones del aparador, mete en ella la ristra de chorizo y las tres estampas y se la entrega a su invitado. A continuación salen juntos de la salita. Entonces aparece la hermana de don Eduardo, que estaba en la cocina y ahora acude a despedir al presidente. Cuando ella abre la puerta de la calle, unos cuantos bañejos que aguardaban pacientemente en el exterior  gritan con entusiasmo:
- Don Eduardo, don Eduardo, oé, oé, oéééé….
            Al cardenal le agrada encontrarse de nuevo con sus paisanos y los saluda a todos impartiendo un torrente de bendiciones. Luego se vuelve hacia Pedro Sanz y le presenta la mano para que le bese el anillo. El primer mandatario riojano interpreta esto como la última maniobra de Martínez Somalo para que todos vean cómo él, el presidente del Gobierno de La Rioja, dobla públicamente el espinazo ante quien predica la humildad urbi et orbi y posee más soberbia que entre catorce Pedros Sanz juntos.
            A Arturo Steven, que entretenía la espera en un bar cercano, le ha llamado por el móvil el chófer del coche presidencial para decirle que Pedro Sanz ya  está en la calle. El chico de los recados del presidente riojano se dirige a la casa de su eminencia caminando por la acera a grandes zancadas. Se ha tomado tres cervezas, ha hechos dos sudokus y se ha fumado cinco cigarrillos. Ahora tira la colilla encendida del último, que le cae encima a un pobre perro callejero que pasa en ese momento a su lado.
            - ¿Qué tal ha ido todo, presidente? -le dice a  Sanz acercándose a su oído. 
            - Bien, Arturito, bien. Ya te contaré luego -responde Pedro Sanz en voz baja, entregándole la bolsa con el chorizo y las tres estampas-. Antes me he bebido una copa de pacharán y llevo un rato sintiéndome muy mareado, pero espero que se me pase durante  el viaje de vuelta.
            - Ya decía yo que te notaba un ligero olor a alcohol, presidente.
            - ¡Coño, pues tú cantas a cerveza que tiras para atrás!
            - Es que he tenido tiempo de tomarme tres Heineken. Esta vez ha durando la visita más de una hora. Me parece que nunca había sido tan larga.
            Martínez Somalo se despide de todos, sonriendo y lanzando besos a diestro y siniestro. Antes de desaparecer en el interior de la casa dice:
             - Y recuerde, señor presidente, que dentro de una semana le devolveré la visita en el palacete de Vara de Rey. Como todos los años.
            - Allí le aguardaré y lo recibiré de mil amores, don Eduardo.
            - Cuídese.
            - Y usted disfrute de estos días de descanso.
            Cuando el coche presidencial arranca de Baños de Río Tobía, seguido de cerca por el auto donde viajan los guardaespaldas, Pedro Sanz le dice a Arturo Steven, que va sentado a su lado:
            - ¿Sabes, Arturito? Me temo que nuestro querido don Eduardo empieza a estar un poco gagá. Si te cuento lo que me ha pasado ahí dentro durante la última media hora no te lo crees.

            Sempronio Graco                                                                       Continuará