miércoles, 20 de mayo de 2015

Para mi querido y admirado Amigo y Maestro, Roberto, que se me ha muerto.


Aunque Roberto no está en la foto, se ve perfectamente el Bar.

     Mis recuerdos de juventud, amigos lectores, han de comenzar ineludiblemente en el Bar Chule Chimi, donde llegué por casualidad, cuando mi  bienamado padre, una vez terminada la escuela, con tan sólo catorce años, tal y como era costumbre entonces, me puso a trabajar en el viejo surtidor de gasolina que él regentaba, y que se hallaba ubicado en la Calle del Carmen, justo en el borde de la Plaza de la Estrella, al lado del entonces famosísimo restaurante “Las Pericas”, y a unos cincuenta metros del citado bar. Por consiguiente, como ya habrán deducido ustedes, ineludible será también que en éste mi primer artículo trate sobre dos temas indistintamente: Surtidor de Gasolina, con el que terminé mis “recuerdos de infancia”, y Bar Chule Chimi, no importando para nada el orden.
Hecha, pues, esta necesaria introducción, hora es ya de que entremos en materia sin más dilación, rogando que los dioses me protejan, y les protejan, en ésta nuestra nueva andadura que, a buen seguro, ha de divertirnos un montón.
    Cuando llegué al surtidor a despachar gasolina, por aquello de la timidez y de la inexperiencia que   los catorce años llevan implícitas, no me movía de él ni un instante, así lloviera, nevara, helara o tronara, si no era para ir a pesar los camiones que llegaban a la Báscula Municipal que había en el edificio del Fielato (ya empezamos, usebín. Acabas de confesar que ibas a hablar sobre dos temas y nada más comenzar a escribir ya has incluido un tercero), a pesar los cargamentos de madera que los Monasterio, Betolaza y Ochoa, principalmente, transportaban por todo España desde nuestros montes y choperas (huelga, pues, decirles, amigos lectores, que la Báscula Municipal también era regentada por mi bienamado padre.), o los carros de uva que en vendimias acudían a ella en tropel, camino del lagar.
     Pero, como el que tiene vergüenza ni come ni almuerza, en un abrir y cerrar de ojos, ya estaba yo en el espacio que había en la entrada del Bar Chule Chimi, a mano izquierda, en uno de aquellos bancos altos que tenían, sentadito al lado de la sinfonola, echando pesetas a punta de pala, como el que no quiere la cosa, marcando las teclas A-2, H-7, C-5, G-3..., que era como se seleccionaban las canciones  elegidas, bañándome con Miguel Ríos en el río aquél, o volviendo con él a Granada en un tren que iba muy despacio, porque había mucho tiempo para llegar.
     Y lo que son las cosas, amigos lectores, una vez roto el hielo y vencida la vergüenza primera, ya no salí de allí ni para despacharles gasolina a mis sufridos clientes, que tenían que andar buscándome como locos por todo el entorno, si querían llenar el depósito de sus “mobilettes” de gasolina con “bardall” (o como quiera que se escriba), que es lo que les había recomendado mi amigo Elías, que era quien se las vendía y arreglaba, en el taller de motos que en la Calle Villegas tenía, en lo que hoy es un Disco-Bar.
     Y fue entonces cuando comenzó mi verdadera enseñanza, porque tal y como decían por esos lares, sin percatarse, me consta, de lo muchísimo que de cierto tenía, “el bar es la mejor Universidad”. (Ya sé que la mejor Universidad es la vida, pero tampoco les vamos a quitar la razón a quienes esto afirmaban. Dejémoslos en paz.) 
     Antes de que abrieran sus puertas los talleres de carpintería y las fábricas de muebles, pasaban por allí todos los carpinteros que, según afirmaba Roberto Morras en su copla, trabajando con bravura levantaban nuestra ciudad, a tomarse sus revueltos (vasitos de moscatel mezclado con anís), sus orujos o sus copitas de anís con galletas, para ir, antes de que sonaran las sirenas, con la mejor de sus sonrisas a trabajar.
     Cuando estos bravos carpinteros desaparecían, el bar iba llenándose poco a poco de viajantes, que habían dormido en el Hotel Campana (estaba justo encima);  taxistas ( éstos tenían la parada en la Plaza de la Estrella, junto a la gasolinera);  viajeros que venían a nuestra ciudad o se iban de ella en autobús (los autobuses tenían la parada junto al puente de Piedra, en la Ribera del Najerilla); comerciantes, banqueros, labradores, zapateros, desocupados (que también entonces los había)..., y raro era el día que, por una u otra razón, no se montara alguna cojonuda, sobre todo si Dámaso (el de las boinas), Eloy (el que se afeitaba la barba con un mechero de gasolina), mi querido y siempre recordado Paquito Valderrama (el Legionario) y los taxistas, coincidían.
     Aunque a éstos últimos no les hacía falta nadie para montarla, sobre todo a los entrañables Matías (Chinfú) y Antonio (gabardinón), que eran capaces de reñir y hacer las paces veinte veces al día, recuperando una y otra vez con un vaso de vino y un abrazo la amistad perdida, cuando llegaba alguno de los personajes anteriormente citados, le hacían rabiar continuamente, hasta hacerle perder la paciencia (y la compostura), y comenzaba el recital de improperios, del que no se libraban ni los del más allá. Sin embargo, menester es decirles, amigos lectores, que conmigo, aunque también me hacían rabiar de vez en cuando, todos ellos se portaban de maravilla, dejándome dormir la siesta todos los días, tumbado plácidamente en el asiento trasero de sus coches, hasta que el sonoro juramento de un airado cliente, que por casualidad había encontrado mi guarida, me hacía levitar. Y de justicia es, al menos así me lo parece a mí, que les diga a ustedes también los nombres de estos najerinos que se dejaron la vida llevándonos por todos y cada uno de los pueblos de nuestra comunidad. Ellos eran, además de los dos ya citados: Matías “Chinfú” y Antonio “Gabardinón”, Eugenio “el Jovito”, José María “Chamundín”, Ramón Pascual, Ignacio “el Manito”,  Paquito “el Gallego”, Albino “el Italiano” y “los Sorianos”: Eugenio, Mauricio y Angelito, que son los que más me hacían rabiar.
      Paquito Valderrama, apodado “el legionario”, como anteriormente ha quedado dicho, además de ser un personaje muy entrañable para nosotros, los hombrecitos de entonces, por habernos vendido de pequeñitos, las troneras con las que jodíamos a todo el personal, y de más mayorcitos, los condones con los que no jodíamos ni por casualidad, era un excelente peón, al que se disputaban a cara de perro todos los agricultores y labradores de la comarca, y una persona a la que, por su infinita bondad, no le cabía en el pecho el corazón. Cuando este buen hombre (que a mí siempre me recordó a Mario Moreno “Cantinflas”, por su increíble parecido) estaba desocupado, se pasaba horas y horas en el bar, manteniendo interminables charlas consigo mismo a través del gigantesco espejo que en el centro de la barra tenían puesto, hablando de las aventuras y desventuras que de soldado vivió en Ceuta, en Melilla y en Tetuán.
     A media mañana, hiciera frío o calor, me encaminaba yo cada día hacia la tiendita de la señora Eufrasia (estaba ubicada en el portal de su casa), a comprarme el  gigantesco bocadillo de mortadela, chorizo o salchichón, para metérmelo entre pecho y espalda en la barra del bar, con la consabida cocacola que amablemente me servía mi amigo Roberto.
     Por las tardes, antes de entrar a trabajar, cantidad de obreros volvía de nuevo al bar a tomarse el completo (café, copa y puro), mientras llenaban de boletos azules el suelo, buscando con ansia los que tenían cinco, diez, veinticinco y cincuenta pesetas de premio.
     Cuando terminaba la “operación completo” y se iba cada cual a su puesto, abandonaba el bar Roberto, que era quien a las siete de la mañana lo había abierto, y se quedaba de jefe Isaac Montelío, el camarero ( para mí “Cañamerín” y para la mayoría de los clientes “Cañamero”), con quien jugábamos disputadísimas partidas de mus en la mesa de formica que junto a la cristalera nos había puesto nada más llegar, para que yo pudiera vigilar el surtidor sin abandonar el juego, Carlos Angulo, Félix Ojeda, Teodoro Arenzana, Ricardo Diez, Paco “el gallego”, Tomás “beneré”, algún otro que ahora mismo no recuerdo y yo, hasta que llegaban las cuadrillas a chiquitear y nos jodían el invento.
     Cuando esto ocurría, los entrañables y siempre recordados Ceferino y Tomasa (dueños del bar y padres de Roberto) ya llevaban algún tiempo, delantal en ristre, preparando banderillas y bocadillos como locos, para atender las demandas de los muchísimos parroquianos que en cuadrillas iban llegando al bar (la costumbre del chiquiteo tenía mucho raigambre en nuestra ciudad), armando un increíble alboroto.
     Por la noche, después de cenar, los asiduos (principalmente jóvenes) íbamos llenando poco a poco las mesas que tenían en el amplio salón de la parte de atrás (el Chule Chimi comunicaba el Arrabal de La Estrella con la Ribera del Najerilla), a jugarnos los cuartos al “julepe”, al “hijo puta”, a las “siete y media”, a “los montones” y al “subastao”, hasta la hora de cerrar, siempre que no televisaran el mítico partido de fútbol, Real Madrid - Inter de Milán, o el Festival de Eurovisión, porque cuando esto ocurría, éramos casi todos los najerinos los que estábamos allí, entre insufribles nubarrones de humo de cigarrillos “Ducados”, “Jean” y “Celtas Cortos”, animando a los nuestros para que se trajeran los trofeos para acá.
     Los Domingos y festivos, la familia Baños-Turza al completo: Ceferino, Tomasa, Jesús y Roberto, “Cañamerín” y algunos camareros más, se las veían y se las deseaban para atender con prontitud a la  cantidad de jóvenes que de los pueblos vecinos acudían en tropel al bar a tomarse un “cacharrito”, antes de dirigirse al “Mono” a bailar, haciéndole echar humo a la sinfonola, de tanto poner canciones como “la luna ya está en el bote”, “boinas verdes”, el “porón-pompero” o “la tramontana al pasar”.
     En verano, aunque yo pasaba muchas horas sentado con mis caros amigos Enrique, Alfonso, Salva, Pío, Feliciano, Guzmán, Toño, Félix, Chuchi, Chabola, Daniel, Javi, David y algunos más, primero, y Gerardo, Luis, Yumbito, Chuchi y Yecorín, después, en el escalón de la entrada del Restaurante Las Pericas (cosa que ponía de los nervios al señor Serafín, porque decía que no dejábamos pasar), esperando a que mis clientes vinieran a echarles gasolina a las “mobilettes”, “velosólex”, “guzzis”,  “vespas”, “lambrettas” y demás (también venían alguna furgoneta, “DKV”, y los “gordinis”, “cuatro latas”, “cabras”, “seiscientos”, “ochocientos cincuenta”, “mil quinientos” y algunos otros más, que funcionaban con mi gasolina, que era la “normal”. Los de CAMPSA nunca quisieron darnos la “Super”), mientras montábamos ciscos cojonudos con el señor Pepe, “el guarnicionero”; el señor Sixto, que trabajaba en el almacén de frutas del señor Julián, “el navarro”; el señor Luis, “el herrador”; Eusebio ( a este no le damos el tratamiento de señor porque era más joven), el de la fábrica de gaseosas y barras de hielo, y algunos najerinos más, a los que les gastábamos bromas llenas de ingenio, pero exentas de maldad, seguía disfrutando de las bondades que el Chule Chimi nos ofrecía, sobre todo la de ganar completos gracias al cartón que metíamos en las máquinas (habilines) en las que jugábamos horas y horas sin gastarnos un real, y la del gratificante agujero de los servicios (retretes para los “ilustraos”), donde acudíamos como balas cada vez que alguna chica iba a mear. Al ser período vacacional, además de los clientes habituales, pasaban mucho tiempo conmigo en el bar, Linos, Nacho, José Ignacio y todos los que vivían cerca de él, y Mikel, Silvano, Jonalber y otros tantos de Bilbao, y la cuadrilla del “peque”, de Erandio, que durante muchos años estuvieron viniendo a nuestra ciudad a veranear. Algunos de éstos llegaron a ser grandes amigos míos, y muchos días compartía con ellos en el fielato lo que mi madre me había llevado para comer cuando mi padre no podía ir a relevarme al surtidor porque se encontraba mal.
     Es menester decir ahora mismo, para no faltar a la verdad, que lo del agujero de los servicios fue una de las cosas más célebres de cuantas pudieron ocurrir en nuestra ciudad, ya que, por más que se empeñara “Cefe” (que como ya ha quedado dicho era el jefe del bar) en mantenerlo tapado, no habrá habido najerino de mi edad, que, después de haberlo vuelto a abrir con un berbiquí, no haya estado mirando por él hasta desmayar. Y es que la cosa no era para menos, amigos lectores, ya que las chicas que entraban a mear (que estaban todas cojonudas, ¡para qué nos vamos a engañar!), como echaban el cerrojo de la puerta de la entrada (o sea, la de fuera), no cerraban la del retrete (o sea, la de dentro) dejándonos ver en toda su plenitud, aquello que desde chicos nos trajo a todos a mal andar. Algunos, como mi primo Gerardo, se tiraban tanto tiempo mirando a través del agujero, que preparaban colas tremendas de furibundos clientes, capaces de matar al cabronazo que les estaba impidiendo ejercer el sano y democrático derecho de mear en libertad.
     En ésta  maravillosa y bulliciosa estación, en la que la juventud de Nájera y la muchísima que venía de fuera a veranear a nuestra ciudad, andaba sobrada de tiempo para disfrutar, Karina nos volvía locos a todos, anunciándonos sin cesar que “buscando en el baúl de los recuerdos, uuua, cualquier tiempo pasado nos parecía mejor”, o que “allí estaba; había venido ya, tan feliz, con sus flechas de amor para mí, y también, también para ti”, o que había “aires de fiesta y los chicos y chicas rebosaban felicidad, parapapá.” También los Bravos nos repetían incansablemente que “los chicos con las chicas, queríamos estar”, que “negro era negro” y que “querían una motocicleta que les sirviera para correr, con una camiseta que llevara el número diez”. Por su parte, Los Sírex, Los Brincos, Los Mústang, Los Angeles, el Dúo Dinámico y demás, nos comentaban melancólicamente, que “la otra noche, bailando estuvieron con Lola, y les dijo que se encontraba muy sola”; que “con un sorbito de champán brindaron por el nuevo amor”; “que en Galicia un día ocurrió, que una niña llamada Anduriña, de su pueblo se escapó”; que “ quince años tenía su amor y que era bonita y caprichosa”; que “globos rojos le comprarían por ser sólo una niña”; que su “amiga tenía que volver, porque ya empezaba a anochecer, a su casa con sus padres otra vez”; que “querían estar borrachos otra vez, otra vez”; que “llegó la primavera a la ciudad y todo había cambiado de color”; que “hubo una vez una mujer que era muy fea y cantaba muy bien”; que “mamá, mamá, un bello sueño tuve ayer”; aunque yo, por llevar la contraria (que no por joder), prefería que los Canarios me pidieran que me “pusiera de rodillas”, o que los Led Zeppelin me dijeran  que tenía “muchísimo amor”.
     Todos estos subliminales mensajes, los escuchábamos también plácidamente sentados en la terraza que en la parte de atrás del bar (en la amplísima acera de la Calle Ribera del Najerilla), montaban cada verano para atraer a más personal.
     Cuando llegaba de nuevo el invierno, y la cosa comenzaba a flojear, por las mañanas, mientras yo me tomaba un café con leche, acompañado de dos magdalenas, mi caro amigo Roberto, se dedicaba a ensayar las catas de Karate que el “Capitán Veneno” le había mandado mejorar; a resolver los crucigramas de “La Gaceta del Norte” (que eran dificilísimos, no se vayan ustedes a pensar), a estudiar, y a devorar libros sin cesar.
     Y llegados a este punto, que por fuerza mayor ha de ser el final, es menester confesarles a ustedes, amigos lectores, algunas cosas que, por diferentes razones, en este largo relato no se han podido tratar. A saber: que según decían entonces, el bar se llamaba Chule Chimi, por estar ubicado en una lonja propiedad de Jesús, alias “Chimino”, que al parecer era un hombre muy presumido, de ahí lo de CHULEta de CHIMIno. Que alrededor del bar se encontraban cantidad de negocios: restaurantes, bancos, almacenes de frutas y coloniales, zapaterías, herrerías, bares, paradas de taxis y autobuses, talleres de carpintería y de motocicletas, almacenes de bebidas y tiendas de ultramar, lo que propiciaba que esa zona estuviera siempre llena de personal. Que por más que fuera Roberto a quien más quise y respeté por su forma de ser y su saber estar, su hermano Jesús también compartió conmigo muchas penas y alegrías en las horas que estuvimos juntos en el bar. Que Tomasa y Ceferino no fueron para mí unos simples camareros, sino algo muy especial. Que aunque el camarero fijo era “Cañamerín” (aquél generoso hombre que, a pesar de mi corta edad, siempre me trató como a un igual), en momentos concretos hubo otros más, como los de Hormilleja y Angelito, el de Badarán. Que de vez en cuando me sustituía en el surtidor mi Celineta del alma, para que yo pudiera ir a aprender a tocar el laúd con Don Félix, a los bajos del Colegio de Nuestra Señora de La Piedad. Que en los últimos años de vida del Chule Chimi, se unió a esa gran familia Imperio (hoy esposa de Roberto), quien, nada más llegar, merced a sus minifaldas, preparó una auténtica revolución entre los parroquianos del bar. Que mi querido y añorado amigo, José Ramón Bernal, cuando en verano hacía “picia” en el trabajo, se pasaba horas y horas conmigo en el bar, escuchando música y componiéndoles canciones a las chavalitas que habían venido a nuestra ciudad a veranear. Que esporádicamente hacía alguna aparición por el bar, Luisito, “Viguera”, promocionando los productos Tablex y Okal. Y, finalmente, que mi bienamado padre Benedicto, tuvo que tener conmigo más paciencia que el Santo Job, porque en lugar de atender debidamente la báscula y la gasolinera, como él esperaba de mí, para poder llevar a casa un jornal, lo que hice fue derrochar el dinero a espuertas, y despacharle a todos los clientes del modo más infame, mientras permaneció abierto el bar. (¡Que Dios te haya premiado por ello, padre mío, sentándote junto a Él a su mesa celestial!)
NOTA: Imperio, hermosa. Me ha sido imposible encontrar una foto de nuestro querido Roberto.

Nájera, Capital del Mueble.


    Para vergüenza y sonrojo de propios y extraños, nuestros ineptos gobernantes piensan tener este infame arco de tablerillo adosado a la muralla del Monasterio de Santa María La Real hasta que se celebren las Crónicas Najerenses. Se da la circunstancia de que el lugar donde está ubicado semejante adefesio, es paso obligado de todos los peregrinos que se dirigen a Santiago. Es intolerable que quienes proclaman sin cesar que Nájera no es Cuna de Reyes, sino la Capital del Mueble, nos ridiculicen a todos los najerinos con un esperpento como ese. ¿Volveremos a confiarles el gobierno de nuestra ciudad a estos botarates?