domingo, 23 de agosto de 2015

La Matanza.


    A principios del invierno, todos los chavales del pueblo estábamos expectantes para ver si sorprendíamos al señor Teodoro Mendoza con sus utensilios de trabajo: caldero de cinc, cuchillos, gancho de hierro y banqueta de madera, o, en su defecto, oíamos los desgarradores gruñidos de algún cerdo, para acudir raudos y veloces a contemplar el atractivo espectáculo de la matanza, con una mezcla de tristeza y de placer a partes iguales. Si el descubrimiento lo hacíamos siguiendo al señor Teodoro -matarife oficial para nosotros- por las callejuelas de la ciudad, asistíamos a la operación completa. Esta comenzaba con dos hombres tumbando al cerdo en la banqueta colocada contra la pared del edificio, agarrándolo como podían de las patas, mientras el señor Teodoro les ayudaba clavándole un gancho con forma de ese en la papada -que sujetaba poniéndose el otro extremo en una pierna- e introduciéndole a continuación un cuchillo de grandes dimensiones en el cuello, para que el fiero animal se desangrara. De rodillas en el suelo, una mujer provista de delantal y bien arremangada, iba dándole vueltas con la mano a la vaporosa sangre que a borbotones iba cayendo al balde de plástico -esto se hacía para que no se cortara, nos decían-, para utilizarla después en la elaboración de las sabrosas morcillas. Cuando el abatido animal había exhalado el último alarido, el señor Teodoro preparaba una cama de helechos en el suelo, en la que era depositado el cerdo; a continuación, lo cubría por entero de helechos y le prendía fuego. Una vez extinguidos los helechos, le daban la vuelta y repetían la operación para que se chamuscara por completo. Esta era la parte que más nos gustaba a nosotros: observar ensimismados cuán rápidos ardían los helechos, desapareciendo por los cielos najerinos convertidos en diminutas pavesas, mientras explotaban cantidad de ampollas en la piel del cerdo. Después, mojando un puñado de helechos en un caldero de cinc lleno de agua fresca, el señor Teodoro lo limpiaba bien, y acto seguido, lo colocaban entre todos en una escalera de madera boca abajo, para ser abierto en canal. Llegados a este punto, el último de la operación, siempre caían algunos pellejos que, sin ningún temor a posibles enfermedades, comíamos mucho antes de que los dueños del cerdo le llevaran las muestras al veterinario de turno. Y, al igual que en los cuentos de hadas, todos éramos felices y comíamos pellejos a falta de perdices.