lunes, 21 de septiembre de 2015

Cortar el Muelo.


     Cuando un domingo por la mañana te levantabas a mear y, al darle al interruptor, no se encendía la luz, gritabas emocionado: ¡Han cortado el Muelo! ¡A pescar se ha dicho! Y te vestías a todo correr y, sin apenas desayunar, con las legañas en los ojos, salías de casa cual caballo desbocado, bajando las escaleras de cuatro en cuatro, con dirección al Muelo, a coger truchas, cangrejos, loinas y barbos. Como era muy pequeño, te dirigías directamente al túnel que iba desde el camino de las huertas -donde hoy está el Frontón- hasta la fábrica de Harinas Vázquez y, provisto de un buen palo y de una linterna que alumbraba cuando quería, te ponías a matar a palazos las loinas -allí no había otra cosa- que desesperada e inútilmente trataban de salir del cauce hormigonado, casi seco, en busca de abundantes y oxigenadas aguas, poniéndote como un cristo del líquido elemento cada vez que lo golpeabas. Matar no matabas ninguna, pero acabar, acababas desriñonado y empapado. Rendido ante la cruda evidencia, pero con más moral que el Alcoyano, te dirigías risueño Muelo arriba a contemplar cómo pescaban los mayores en sus corros preferidos. Cuando llegabas a la casa de Benjamín, donde estaba la compuerta, sin poder vencer la tentación que el morbo te producía, te metías totalmente a ciegas por debajo de las casas, como si con ello te apoderaras de sus secretos más íntimos, hasta llegar al pilón de la Goíta, donde los hermanos Morras y Piegot pescaban truchas hermosas en las coladeras de los pilares de la fábrica de piensos de la Nedi Ochoa, mientras las ratas de agua huían despavoridas por encima de sus cabezas, poniéndote a ti los pelos de punta. Después de haberles visto coger una docena de ellas, subías a la soguería a probar fortuna entre los pescadores de cangrejos, que elegían esa zona por estar canalizada de forma natural, con canto rodado, lo que hacía que allí criaran miles de cangrejas entre los huecos de las piedras, pero a lo más que llegabas era a coger media docena de pequeñitos, de los que ellos no querían, metiéndotelos en el bolsillito del pantalón corto, para que te dejaran en carne viva las pantorrillas con sus pinzas. Sin saber cómo, aparecías en la fuente de La Estacada, donde había un tramo truchero por excelencia, pero como allí siempre se quedaba mucha agua, tus opciones eran nulas, por lo que, después de ojearlo unos instantes, subías aguas arriba -lo de aguas arriba es un decir, pues había tramos totalmente secos-, hasta llegar al Molino de San Julián, donde los conocedores de ese tramo cogían truchas, cangrejos y anguilas. En una ocasión, Caetano cogió una de más de cuatro kilos en el puente que cruza el Paseo. A partir de ahí, de la Central de Tricio para arriba, eso ya era otra historia, porque, aunque había muchísimas truchas, allí las cogían con remangas, trasmallos y otros artilugios de pesca, restándole emoción a la cosa. El Muelo se cortaba para limpiar su cauce de barro, berlañas, botes, latas, botellas, cajas y toda suerte de utensilios caseros -parecía un bazar-, tarea ésta que era llevada a cabo por los obreros de Vázquez y Ochoa, propietarios de los molinos y de las centrales que se alimentaban de sus aguas. De ahí que no se encendiera la bombilla cuando ibas a dar la luz. Cuando esto ocurría, todo el pueblo acudía muy de mañana al Muelo a pescar, para llegar antes que ellos, ya que, al igual que el caballo de Atila, por donde pasaba este batallón de limpieza con sus hoces, rastrillos y moriscas, no quedaba nada con vida. Huelga decir que era obligado meterse calzado, porque si no, la javetada era segura. Después de comer, a eso de las cinco de la tarde, sentados temerariamente en las barandillas del puente de la Goita, contemplábamos con obligada resignación cómo las aguas turbias del Muelo iban creciendo aceleradamente, arrastrando con ellas berlañas, botellas, hierbas y todo lo que tú habías visto, tocado y pisado con gran alegría por la mañana. ¡Qué tristeza más honda te producía! No obstante, enseguida te reponías pensando que cualquier domingo, cuando te levantaras a mear y fueras a dar la luz, ésta no vendría.