sábado, 3 de octubre de 2015

Las Ferias. (y 2)


    Después de contemplarlas largo rato, nos dirigíamos a las choperas a fabricárnoslas nosotros mismos con ramas de chopo que pelábamos intercaladamente para dejarlas a rayas, como las que no habíamos podido comprar, y nos íbamos ufanos por todo el ferial imitando a los tratantes, personajes carismáticos tocados con guardapolvos negros y temibles trallas. Cuando habíamos recorrido una y mil veces la feria y habíamos cerrado millones de tratos -esto era de mentirijillas-, nos íbamos a comer más contentos que chupín, para volver a salir -en esta ocasión a la Calle Mayor y sus traseras- a contemplar ensimismados los expositores repletos de juguetes colgados en barras de hierro y en los engalanados escaparates, que los comerciantes habían colocado a modo de reclamo, y a visitar a los barquilleros, tomboleros, jugadores, charlatanes y demás personajes que hacían nuestras delicias con aquello de: “Siempre toca, “hay barquillos”, “pruebe su suerte”, “paquete de tabaco a quien tire las tres cajetillas”, “si me compra esto, le doy esto y esto y esto más de regalo”… Los mayores -qué suerte tuvieron los picarones- tenían cine, teatro, pelota, baile, bares y todo aquello que podían desear, durante todos los días de la Feria. No obstante, a pesar de ser para nosotros prohibitivo todo aquello, era tan hermoso, majestuoso e impresionante lo que teníamos en la calle, que no lo echábamos de menos. Cuando yo vivía al lado del Cine Doga, en la calle Cuatro Cantones, y mi habitación daba al patio que separaba la antigua cárcel, hoy Museo Arqueológico, en estas fechas siempre oía llamadas lastimeras de algunos borrachos que, tras haber sido detenidos  por sabe Dios qué causas, se acordaban por las noches de sus mujeres o de sus madres. Cuando las ferias terminaban, nuestra ciudad quedaba totalmente vacía y melancólica, ya que pasábamos de golpe de la juerga y el bullicio, a la soledad, a la escuela y al frío.