lunes, 19 de octubre de 2015

Los bailes del Paseo.


    Bailar en verano en el Paseo era una de las costumbres más hermosas, inocentes e impolutas que jamás hayan existido. Nada de cuanto aconteció en nuestra maravillosa infancia puede compararse con aquella pueril forma de despertar a la vida bailando en el viejo quiosco con tu chica preferida, en un ambiente impregnado del excelso aroma que despedían huertas, choperas, azahares, rosaledas y lirios. ¡Jamás dejará de vivir en mí este maravilloso recuerdo de las tardes veraniegas de domingo! El baile comenzaba el segundo domingo de Mayo -después de las fiestas de Tricio- y duraba todo el verano. Los niños bailaban en el espacio comprendido entre el quiosco y el jardín existente unos metros más abajo. Nosotros, los pequeños hombrecitos, lo hacíamos en la parte de arriba, frente al desaparecido Mesón Duque Forte, después de pedirles baile a las dos chicas que con anterioridad se habían puesto a bailar a modo de reclamo. La forma de bailar era de lo más ingenua que imaginarse pueda: asidos por la cintura, con la separación suficiente como para que pasara un tren entre nosotros, golpeábamos una y otra vez un pie con el otro, hasta que concluía la pieza que magistralmente tocaba para nosotros la Banda Municipal de Música. Podíamos estar toda la noche bailando, sin salirnos ni un centímetro del espacio en el que habíamos comenzado. Dependiendo de si guiabas tú o eras guiado, tenías que bailar con la chica deseada o con la que te tocara en suerte, ya que siempre íbamos en pareja a sacarlas a bailar y el que mandaba elegía. No obstante, siempre te las ingeniabas -y se las ingeniaban- para bailar con la que te hacía “tilín”. En los bancos existentes a ambos lados del Paseo, nuestros padres tomaban la fresca mientras nos vigilaban de soslayo para que no se la liáramos, cosa que no les servía de nada porque en cuanto se descuidaban un segundo, nos aventurábamos a subir a la Fuente de La Estacada, en busca de un beso robado. Pocas veces lo conseguíamos, pero por ello no dejábamos de intentarlo. Cuando la Banda Municipal de Música hacía un descanso, nos dirigíamos raudos al bar que Gregorio -el soriano- tenía detrás de las casas baratas, a tomarnos un sanitex en aquel gigantesco mostrador de granito rojo y blanco, o donde la señora Teria, a comprarnos un helado de aquel limón artesano que transportaba en un singular carro. ¡Jamás volví a probar un helado de limón tan sabroso! Aunque había también casetas de bebidas y chucherías, nosotros no las visitábamos por ser muy pequeños para las unas, y muy mayorcitos para las otras. Lo que sí visitábamos cada domingo en el descanso, era la tapia del Colegio San Fernando, para robarle a Don Emilio sus adoradas rosas, y maquinar cómo conseguir favor por tan valioso regalo. Los más mayores, los que iban en busca de novia, aprovechaban a sacar a bailar a la chica que les gustaba en los pasodobles -últimos toques de la noche-, para acompañarla a su casa una vez terminado el baile. A finales de Mayo -creo que era el último domingo-, y hasta la víspera de San Juan, cuando iba a finalizar el baile, la Banda tenía la hermosa costumbre de tocarnos las “Vueltas”, para que fuéramos entrando en ambiente, y entonces éramos todos: niños, padres y abuelos los que bailábamos en perfecta comunión alrededor de los añosos plátanos. Cuando desapareció la Banda Municipal de Música, el Ayuntamiento nos colocó en el quiosco a “Los Cuatro de la Torre”: cuatro antiestéticos altavoces que emitían la música de los discos que desde las casas baratas nos ponían para que bailáramos, pero no resultó. Todos nosotros sabíamos que aquello era el principio del fin, y aunque seguimos bailando un tiempo, la cosa feneció. Los más mayores se fueron a bailar a la discoteca El Mono, y los demás, totalmente desconcertados, tuvimos que esperar impotentes a tener la edad necesaria para hacerlo. En aquella maldita hora murieron nuestra ingenuidad, nuestra pureza, nuestra inocencia y nuestros sueños.  Se difuminó súbitamente el paisaje; se marchitaron las rosas, los lirios, los azahares; callaron para siempre los amorosos ruiseñores; se esfumó la balsámica melodía del río, y la enamorada luna perdió su impoluto brillo. ¡Todo se transformó en oscuridad y silencio! ¡Jamás volvería a ser lo que fue el Paseo!