lunes, 9 de noviembre de 2015

Hacer la colada.


    Hacer la colada, por increíble que pueda parecerle al joven lector de estos artículos, era uno de los actos más concurridos, disputados y variopintos de cuantos haya podido haber en nuestra ciudad, y, aunque cualquier riachuelo era un buen lugar para realizarlo, todas nuestras madres madrugaban para coger los mejores sitios, sobre todo en vísperas de las fiestas de los pueblos vecinos, en que acudían a nuestra ciudad a lavar cantidad de mujeres con las angarillas repletas de ropa cargada en pequeños burros. Cada barrio tenía su zona concreta, y cada zona su rincón preferido. Así, por ejemplo, las mujeres del casco antiguo hacían la colada a lo largo de la orilla izquierda del río Najerilla. Las de San Fernando, en el viejo lavadero, en el muelo, en el lavadero de las monjas -el de la señora Hermenegilda-, en el sauce llorón de la Guindalera, en el río regador de “Chibirica” -este riachuelo era muy disputado por bajar sus aguas templadas en invierno-, y el resto compartía sitio con las mujeres de la comarca que se apostaban a lo largo de la orilla derecha del río Najerilla, dispuestas a dejar relucientes sus mejores prendas para lucirlas ufanas en las fiestas de sus pueblos. Nuestras madres salían de sus casas con el balde de zinc repleto de ropa cargado sobre la cabeza -protegida previamente con un pañuelo-, el cajón y la tabla de lavar, con el taco de jabón de sebo -no había perras para comprar el de “Lagarto”- y el trapito de azulejo bajo el brazo, y, si se terciaba, con un mozalbete o dos en la otra mano, y cuando llegaban a sus sitios preferidos, tras colocarse bien en los cajones, mojaban y golpeaban la ropa contra la tabla de madera, lanzándola artísticamente por los aires para que cayera de nuevo al río, y darle el último jabón y el azulejo para aclararla y tenderla en las hierbas altas del cascajo -en toda época las hubo- o meterla bien plegadita en el balde de zinc, según fuera verano o invierno, y todo ello… ¡cantando! Era enternecedor verlas golpear la ropa contra las tablas, postradas en los cajones de madera, con las manos casi transparentes de frío -sobre todo en invierno-, canturreando canciones cual si estuvieran realizando la más agradable de las labores, haciéndolo, además, como los propios ángeles. Cuesta creer, en verdad, que estas benditas mujeres fueran capaces de cantar mientras realizaban esta salvajada, mas así era, y así queda reflejado. He de anotar también, como curiosidad, que en algunas ocasiones las alegres canciones de las mujeres que se ponían a hacer la colada en el río regador de “Chibirica”, se mezclaban con las manifestaciones de dolor de los entierros, por estar éstas apostadas muy cerca del cementerio.